sábado, 4 de enero de 2025

Las empresas tecnológicas: poder y geopolítica

El poder de las grandes empresas tecnológicas. 

En la actualidad, el mundo se mueve en torno a la información. Hasta hace poco, los motores económicos principales habían sido la industria y el comercio,  y más antiguamente aún, las actividades agrarias. Hoy son la obtención y el procesamiento de la información los elementos fundamentales. Y, lógicamente, quien controle esos procesos está en condiciones de establecer un nuevo dominio.

En este papel de obtención y procesamiento tienen una enorme ventaja las grandes compañías tecnológicas que dominan el mercado de internet y de los útiles informáticos, especialmente el software, aunque no solo. La gran mayoría son estadounidenses: Alphabet (Google), Meta (Facebook, Instagram, Whatsapp...), Amazon, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia, etc. Otras son chinas (Tencent) o taiwanesas (TSMC). Sus actuaciones están cambiando el mundo y creando un nuevo orden económico, social  y cultural.



Como algún especialista ya ha señalado, estas empresas son el principal factor de cambio social. Antes, ese papel lo han tenido las ideologías –liberalismo, comunismo, fascismo, …– pero ahora, desacreditas estas, son las empresas citadas las que promueven las transformaciones económicas y sociales. A este respecto, el hecho de que la mayor parte de estas compañías tengan su sede en los Estados Unidos no es baladí. Ello confiere a este país una enorme ventaja sobre sus restantes competidores: China, con un gran mercado interior y con una capacidad tecnológica creciente, y Europa, con un papel insignificante en esta carrera.

Las grandes empresas tecnológicas tienen pocos contrapesos. El principal es el Estado, una institución que se está debilitando a causa de dos procesos imbricados:
  1. La desregulación liberal promovida por la globalización económica priva a los Estados de instrumentos de control que pongan límites al enorme poder de estas empresas.
  2. La multilateralidad imperante en las relaciones internacionales provoca que no exista ninguna gran potencia hegemónica que pueda imponer sus criterios al resto de países. Cualquier acción de un solo gobierno está condenada a un pronto fracaso si no cuenta con más apoyos. Además, las instituciones surgidas en la segunda mitad del siglo XX –OMC, ONU, FMI, Banco Mundial, …– aparecen cada vez como más irrelevantes, lastradas por su falta de representatividad. Así mismo, la mayor parte de los grandes problemas –cambio climático, terrorismo, migraciones, delincuencia, …– tienen un marco transnacional que requiere la colaboración de los Estados, siendo la unilateralidad un imposible.
A causa de este debilitamiento del Estadola expansión de estas grandes compañías apenas si padece trabas legales. Su enorme tamaño y su poder económico son capaces de doblegar a cualquier Estado si afronta solo la batalla. No se puede olvidar que el poder de las grandes empresas tecnológicas es también un poder político, un poder que desafía a los Estados cuando es necesario para sus intereses. 


La principal transformación política que impulsa la utilización de estas tecnologías es la crisis de la política tradicional y de las élites dominantes que se han apoyado en ella. La disponibilidad de una abundantísima información –cuestión aparte, aunque no menos importantes, sería su veracidad– otorga más poder a los individuos, que tienden a fiarse más de sus iguales que de las autoridades. Con este panorama, las funciones del liderazgo se difuminan y ello afecta, evidentemente, a las relaciones de poder. 

Resulta claro que las actuaciones de estos gigantes tecnológicos están transformando la política y la democracia. Pero las relaciones entre estas empresas y los gobiernos son ambivalentes. El origen de su poder reside en que los servicios que prestan son fundamentales para la gestión cotidiana de la economía y de la sociedad. Por tanto, existe también, y al mismo tiempo, una connivencia entre estas y los gobiernos. Por ahora no ha aparecido ningún interés en cuestionar a los gobiernos, sobre todo si estos no interfieren en sus actividades. Pero ocurre que cada vez más frecuentemente estos tienden a poner límites a sus prácticas.

La globalización y la crisis de la democracia están provocando una vuelta a la identidad como refugio. El miedo a la pérdida de control de los mecanismos tradicionales que hacen funcionar las sociedades –un capital abstracto, dependiente de mercados difusos y alejados; unas fronteras permeables que posibilitan la llegada de gentes de otras culturas; unos flujos de comunicación y de imágenes que se abren a nuevos códigos– provoca un regreso a la seguridad de lo conocido, a la tribu. Lo comunitario se convierte también en una forma de protección frente al capitalismo individualista y salvaje. Este planteamiento ayuda a explicar fenómenos como en Brexit en Gran Bretaña, el ascenso de Trump en Estados Unidos o la misma eclosión nacionalista en España o Europa. 


La cuestión primordial es que se está produciendo una concentración de poder a gran escala. La suma de iOS y Android controla el sistema operativo del 80 % de los móviles que hay en el planeta; Amazon controla el 62 % de las ventas online de Estados Unidos. Estos son algunos datos del elevado grado de concentración empresarial que se da en este sector.
 

Geopolítica digital. 

El mundo digital e internet están claramente dominados por los Estados Unidos. Las empresas de este país son las que almacenan, distribuyen y analizan los grandes flujos de datos que generan estos medios. Y no hay que olvidar que el control de la información es una de las bases del poder. Actualmente, más del 90 % de la información del planeta está digitalizada; la posibilidad de acceder, analizar y sistematizar esa información confiere una enorme capacidad de influencia a quien pueda hacerlo, sea esta una empresa o un Estado.


Esa información puede ser utilizada por el poder político, aunque también son frecuentes los choques entre los brazos de ese poder y algunas de estas empresas, reacias a facilitar el acceso a la información de sus clientes –recuérdese, a título de ejemplo, el contencioso entre el FBI y Apple por lograr acceder al teléfono móvil de un asesino que mató a 14 personas en San Bernardino–. En contrapartida, en otras ocasiones, las compañías tecnológicas han colaborado con las agencias de inteligencia norteamericanas, especialmente la National Security Agency (NSA), otorgando al gobierno estadounidense una enorme ventaja comparativa sobre otros países. 

Naturalmente, otros países cuentan también con sus medios para vigilar y obtener información de este entramado tecnológico. Más sofisticadas, si cabe, que la NSA serían la británica GHQC o la alemana Servicio Federal de Inteligencia (BDN en sus siglas en alemán). En España es el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) el encargado de esta misión, para la que ha adquirido recientemente un potente sistema de interceptación de comunicaciones. Todas estas agencias obtienen la información de las comunicaciones, pero las redes sociales también proporcionan abundantes datos por lo que la colaboración entre agencias de inteligencia y empresas tecnológicas existe, una colaboración que aún no es sistemática –ante el peligro de que los clientes ya no confíen en ellas– pero sí puntual.  

El problema de la ciberseguridad preocupa cada vez más a los gobiernos; los posibles ataques a las redes de comunicaciones o a los sistemas estratégicos de un país, o las sospechas de posibles manipulaciones en los sistemas de recuento electrónico de las elecciones están cada vez más presentes. Los ciberataques se han convertido en un arma más, mostrando que los sistemas que gestionan numerosas actividades claves pueden ser atacados y dañados. En este sentido, el poder tecnológico de los Estados Unidos es primordial, aunque países como China o Rusia no le van muy a la zaga.


Algunas de Estas empresas son vistas con recelo porque son interpretadas como una muestra de la hegemonía estadounidense, o incluso como un instrumento de la misma. Y es cierto que, a menudo, sus intereses convergen, pero esto no ocurre siempre. Uno de los campos de batalla es el control de las redes sociales, bien como instrumento de información o bien de desinformación. Su uso se está convirtiendo en un elemento más en la confrontación entre Estados y reproduce, por otros medios, las pautas imperantes en la geopolítica actual. Unos ejemplos de ello lo constituye el uso de las redes sociales que ha estado realizado el ISIS, o el papel de las mismas en las llamadas revoluciones árabes.

Las empresas tecnológicas que controlan las redes sociales -Instagram, TikTok, X, YouTube etc.- logran un enorme poder de influencia social mediante prácticas y algoritmos que ahora comienzan a intentar controlarse mediante leyes y normas por parte de los poderes políticos, por ejemplo del Parlamento Europeo.

Entrada publicada originalmente el 8 de marzo de 2018

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