Algunas consideraciones previas.
A mediados de los años setenta del siglo pasado, en un movimiento que aparentaba una sincronía extraordinaria, las tres dictaduras existentes en Europa Occidental –Portugal, España y Grecia– desaparecieron y dieron lugar a regímenes democráticos homologables en el marco europeo.
Existen entre ellos más elementos divergentes que comunes. Entre las diferencias podemos indicar su origen, su duración y su contexto internacional. Entre las semejanzas aparece la vinculación existente entre los procesos de descomposición de esos regímenes y las crisis coloniales o las aventuras exteriores: guerras africanas de Portugal –especialmente en Angola y Mozambique–, la crisis del Sahara Occidental en el caso español y la aventura chipriota, fallida, de los coroneles griegos.
Las causas de la aparición de estos regímenes dictatoriales son muy distintas. Los casos de Portugal y España se remontarían a la eclosión autoritaria que se produjo en el período de entreguerras; la dictadura griega, por su parte, se inscribiría en el contexto de la Guerra Fría y en la intención de las fuerzas conservadoras y anticomunistas de evitar, a cualquier precio, un régimen comunista o simplemente izquierdista en la Hélade. Por esa misma razón, su duración también fue distinta: mientras que las dictaduras portuguesa y española durarían decenas de años, la griega fue más breve, solamente siete años –1967-1974–.
El papel internacional de estos países también era diferente. Aunque ninguno de los tres era miembro de la entonces Comunidad Económica Europea –ninguno cumplía los estándares democráticos exigidos–, tanto Portugal como Grecia sí eran miembros de la OTAN, obviándose para ello su calidad no democrática. España también estaba fuera del club militar, aunque mantenía fuertes lazos militares con los Estados Unidos.
A pesar de las divergencias señaladas, Nicos Poulantzas intentó realizar un análisis conjunto de la crisis de estas dictaduras desde una perspectiva marxista. Como elementos comunes de los tres regímenes, apuntaba su posición subordinada respecto de las grandes potencias capitalistas, una estructura social comparable y un papel de suministradores de mano de obra a los países europeos más industrializados. Señalaba también una supremacía de los factores internos en el desencadenamiento de las crisis; en concreto, expone que sectores de las burguesías nacionales, al recamar más ayuda del Estado, entraron en contradicción con los grupos dominantes de las burguesías, vinculados a la internacionalización del capital. Estas contradicciones abrieron la posibilidad de la participación de los sectores populares en las crisis, impulsando los cambios hacia procesos democratizadores.
Gestación de la dictadura.
La monarquía portuguesa fue suprimida por una revolución poco cruenta en 1910, estableciéndose una república que pretendió corregir los vicios del caduco constitucionalismo monárquico, un régimen propio del siglo XIX incapaz de asimilar los nuevos cambios políticos y sociales. No obstante, la nueva República se caracterizó por la inestabilidad política y la mala gestión. Desde un principio, los sectores conservadores y católicos se opusieron abiertamente al nuevo régimen, produciéndose, incluso, una breve guerra civil entre monárquicos y republicanos –una minoría de clases medias urbanas, en un país aún mayoritariamente rural– a principios de 1919. Este clima de enfrentamiento profundizó la debilidad de la República; paralelamente, la idea de un golpe que estabilizase la vida política del país fue ganando peso y así, el 28 de mayo de 1926, un movimiento militar puso fin, sin apenas oposición, al régimen republicano en Portugal.
El movimiento militar, diseñado para acabar con la República y no para establecer una política de futuro, fue dividiéndose entre los que pretendían reformar el régimen republicano y los que pretendían implantar otro régimen de tipo antiliberal y fascista, modelo en auge en la Europa de entreguerras, y que contaba con el apoyo de la burguesía y de la Iglesia. En este contexto cobró prestigio la figura de Antonio de Oliverira Salazar, un católico antiliberal que diseñó un programa político basado en tres puntos: un Estado autoritario, un modelo social corporativo y la exaltación nacionalista concretada en la defensa del Portugal ultramarino. Desde 1930 se convirtió en el hombre fuerte del emergente Estado Novo. En 1932 se le nombró presidente del Consejo de Ministros, cargo que ocuparía hasta 1968.
La dictadura portuguesa y la guerra colonial.
El nuevo régimen portugués fue sorteando crisis importantes –su papel en la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, ...– hasta que el problema colonial apareció en escena. Las primeras manifestaciones de dicha cuestión fueron las reivindicaciones de la India, recién independizada, sobre los enclaves portugueses de Goa y Damán y Diu, enclaves que fueron invadidos por dicho país en 1961. Paralelamente, el anticolonialismo aparecía en los territorios africanos en forma de guerrillas insurgentes. Por estas razones, a principios de los años sesenta, el Estado Novo padeció una de sus crisis más graves al iniciarse una guerra colonial.
El conflicto obligó a un gasto militar desmesurado –casi un 50 % de su PIB en 1973, mientras que España gastaba un 2,35 %– y a una creciente movilización de tropas –de 49.000 soldados en 1961 a 150.000 en 1973–. No obstante, la guerra favoreció la modernización económica del país, que se abrió al capital internacional en busca de recursos.
La política colonial del gobierno contaba con el respaldo claro de Francia y Alemania, y, menos evidentemente, de Estados Unidos. También era apoyada por los regímenes blancos africanos –Rhodesia y Sudáfrica–. La situación militar no era idéntica en todas las colonias: muy complicada en Guinea y Cabo Verde, estancada en Mozambique y era favorable en Angola, donde los movimientos guerrilleros estaban divididos. Era, pues, un fenómeno que provocaba una sangría económica y cierto descontento popular, pero no fue el elemento fundamental del hundimiento de la dictadura.
En septiembre de 1968, Oliveira Salazar, enfermo, se retiró del poder. Le sustituyó Marcelo Caetano, que pronto defraudó las esperanzas de los sectores reformistas y tampoco pudo cerrar los conflictos bélicos. Su fracaso fue provocando un creciente aislamiento interno del Gobierno, así como la paulatina pérdida del apoyo de las Fuerzas Armadas.
El creciente desgaste y la posibilidad de una derrota, cuya responsabilidad el poder político endosaría a las Fuerzas Armadas, acrecentaba el malestar militar. El descontento, favorecido también por la oposición a algunas reformas que afectaban a aspectos laborales del Ejército, se organizó en torno dos núcleos: el del general Spinola y el Movimiento de los capitanes. Ambos grupos confluyeron en la necesidad de un golpe militar.
La revolución de abril.
Las tres de la madrugada del 25 de abril de 1974 fue la hora designada para que el movimiento militar asentase el golpe definitivo al régimen dictatorial. Las unidades participantes tomaron los principales enclaves de Lisboa –aeropuerto, nudos de comunicaciones, medios de comunicación, Cuartel General, …–. Por la mañana se puso sitio a la sede de la Guardia Nacional Republicana, un cuerpo policial partidario del régimen, y a las 17:30 el presidente de Gobierno se rindió ante el general Spínola. En pocas horas, el golpe había triunfado. Solamente se produjeron cuatro muertos, todos ellos en el asalto a la sede de la policía política (PIDE).
Una vez destruido el Estado Novo, las divergencias entre los sectores que apoyaron el golpe reaparecieron. Todos estaban de acuerdo en acabar la guerra colonial e implantar la democracia. Pero los plazos y la forma de llevarlo a cabo variaban. El proceso de formación del Estado democrático fue conflictivo y largo –entre abril de 1974 y noviembre de 1975–; en él desempeñó un papel clave el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), auténtico líder del proceso de cambio. Tras él estaba la movilización social.
La caída de la dictadura introdujo enormes cambios en Portugal. La institucionalización de las libertades públicas eliminó la censura, liberó a los presos políticos, legalizó a partidos de izquierda, como el Socialista o el Comunista, lo mismo que a los sindicatos de clase. Pero siguieron existiendo dos modelos políticos sobre lo que se pretendía implantar: por un lado, Spínola con algunos oficiales, grupos conservadores y los restos del régimen, partidarios de una solución federal para el problema colonial y de una democracia restrictiva; por otro, el MFA y las fuerzas de izquierda, que pretendían una democratización plena y la concesión de la independencia a las colonias. La situación se decantó definitivamente hacia esta segunda opción, lo que significó que el MFA pasó a controlar los nuevos órganos de poder –Gobierno, Consejo de Estado, Comando Operacional del Continente (COPCON), el órgano clave del poder militar–, alineándose con las posiciones revolucionarias del Partido Comunista de Portugal, dirigido por Álvaro Cunhal, y de la extrema izquierda.
La deriva izquierdista del MFA provocó que el 11 de marzo de 1975 tuviera lugar un intento de golpe de Estado dirigido por el general Spinola, con el apoyo de la Fuerza Aérea. A pesar de que fue rápidamente desarticulado, el intento sirvió para radicalizar las posiciones izquierdistas dentro del Gobierno y del MFA. Así, el presidente Vasco Gonçalves amplió el programa nacionalizador y la expropiación de los latifundios, al tiempo que pretendió consagrar en la futura Constitución los principios revolucionarios sostenidos por el MFA. Sin embargo, en las elecciones del 25 de abril para la Asamblea Constituyente triunfó el Partido Socialista, partidario de un modelo democrático de corte occidental.
La consecuencia de este resultado fue el desplazamiento del poder del ala filocomunista dentro del MFA, lo mismo que ocurrió en la formación del nuevo gobierno, donde los comunistas solamente obtuvieron un ministerio, de acuerdo con los resultados obtenidos en las elecciones. A pesar de las presiones populares –manifestaciones, huelgas, …–, el Gobierno logró desplazar del COPCON a los sectores más radicalizados –Otelo Saraiva de Carvalho–. Las protestas de algunas unidades fueron frenadas con la detención de los oficiales más izquierdistas.
La Constitución de abril de 1976 asentaba un modelo político democrático que reconocía además algunos de los logros económicos y sociales obtenidos en el curso del proceso revolucionario. La tutela militar, fundamental en el desarrollo del nuevo régimen, se mantuvo aún unos años –mediante la existencia del Consejo de la Revolución– para luego desaparecer y dar lugar a un régimen constitucional perfectamente asimilable a las democracias liberales europeas.
La revolución de los claveles fue un golpe de Estado contra una dictadura que, después, adoptó la forma de una revolución. Resultó un fenómeno inédito en la Europa occidental de la segunda mitad del siglo XX. ¿Cómo unas fuerzas armadas integradas en la OTAN y formadas en el marco de una dictadura fueron capaces de convertirse en adalides de un cambio revolucionario de signo izquierdista? No existe una respuesta fácil, pero fue un elemento importante el cambio en la extracción social de los oficiales; la duración de la guerra y sus duras condiciones apartaron de la carrera militar a los sectores procedentes de la aristocracia y la burguesía de las grandes ciudades, sus puestos fueron ocupados por jóvenes de la clase media baja. De ahí su mayor receptividad al pensamiento de la izquierda.
Ese modelo fascinó durante un tiempo a sectores de la izquierda europea, incluso a la Unión Soviética, que vio en ello un modelo para que la izquierda revolucionaria pudiera llegar al poder en las sociedades relativamente desarrolladas de Occidente. Para algunos autores fue también el aldabonazo final de un ciclo «revolucionario» que habría comenzado con el mayo de 1968. La izquierda y los demócratas españoles, por su parte, aspiraban a que el fenómeno influyera positivamente en la desaparición del franquismo.
Publicada originariamente el 24 de abril de 2018
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